martes, 25 de octubre de 2011

LOS CUATROCIENTOS GOLPES, de François Truffaut (1959)



El 21 de octubre se cumple un aniversario más de la muerte de François Truffaut, uno de los directores más importantes, junto con Godard, Chabrol, Resnais y Rohmer, de la Nouvelle Vague, o Nueva Ola Francesa. Este movimiento unió directores con propuestas estilísticas diferentes pero perspectivas y anhelos semejantes sobre la realización de películas en una Francia cuyo cine consideraban ellos pasaba por su período más mediocre. Si tuviese que elegir alguna película como el ejemplo claro de la aplicación de las ideas iniciales y comunes de los directores de la Nouvelle Vague, sería sin duda Los Cuatrocientos Golpes

Dirigida por François Truffaut, rodada en dos meses en un pequeño departamento y en las calles de París, sería la primera de la serie de películas dedicada a un personaje, Antoine Doinel, alter ego en la pantalla del director, interpretado por Jean-Pierre Léaud, quien sería su actor fetiche. Antoine es un adolescente cuya vida transcurre entre la escuela –que más bien parece una prisión-, unos padres de afecto intermitente, y los llamados cuatrocientos golpes: huidas, robos y demás fechorías propias de un par de muchachitos de catorce años (Antoine y René, su compañero de clases). Dedicada a André Bazin, gran impulsor de la carrera de Truffaut, la cinta fue una de las tres seleccionadas para representar a Francia en el Festival de Cannes de ese año, y fue galardonada con el premio al Mejor Director.

Los cuatrocientos golpes es quizás la película que mejor refleja el espíritu de Truffaut y es un prototipo de largometraje creado siguiendo lo postulado en la llamada “teoría del autor”, en la cual el director –y no el guionista, como se solía decir- es el gran artífice del filme, en la que la cámara es la pluma (en francés “caméra-stylo”) y la película es para el director lo mismo que una novela para su autor: una creación suya. Se ve en la práctica al Truffaut crítico de Cahiers du cinéma que no cree en guiones, que busca ante todo la simplicidad en vez de la pomposidad, la naturalidad en las actuaciones, la explicitez poética en vez de la gran retórica. Como decía Jacques Rivette en su artículo para Cahiers..., se tiene ante todo una mirada pura, una inocencia en la cámara que se había perdido por años. La espontaneidad hace todo el encanto de la película. Antoine Doinel es un personaje entrañable que se mueve entre bromas, huidas al cine, cigarrillos fumados a escondidas y el sueño de ver el mar. No se le ensalza ni se le condena: sencillamente se le muestra. Nos convierte en su compañero y un coetáneo suyo con cada una de sus vivencias, con su forma de expresar verdades emocionales más que tangibles, su candidez y a la vez consciencia de la vida. Al conocerlo, también se conoce al propio Truffaut, quien se sirve de sus experiencias personales para construir un personaje, y le dio ese carácter íntimo y familiar a la cinta que se podría hallar luego en otras de sus obras. Se sirvió de su pasado para establecer un estilo futuro, el cual ya no dejaría aflorar la naturalidad sino que la conseguiría tras mucha planificación. Éste no es solo su primer largometraje, sino también la ópera prima de toda la Nueva Ola, una ola muy corta que no buscó hacer algo rentable, sino expresarse, cambiar las cosas. Truffaut, con Los cuatrocientos golpes, lo consiguió perfectamente.

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